jueves, 22 de mayo de 2014

Atrévete a Soñar

¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

Calderón de la Barca.


Ya hace mucho que estos versos comenzaron a llamar mi atención. Si bien la trama de mi vida dista mucho de parecerse a la de Segismundo cautivo en una torre (momento en el que pronuncia las célebres palabras), sí es cierto que muchas veces me siento cautiva en una torre imaginaria que la vida nos va construyendo a base de preocupaciones, problemas sobrevenidos, dificultades y muchos quehaceres. Todos sentimos en algún momento que nos gustaría parar la vida y hacer como que nada de ésto está sucediendo, como que estamos en otro lugar, en otras circunstancias, hasta con otra vida. 

Pues bien, hoy vengo a defender la chiquillería más grande del mundo: la belleza de los sueños.

Soñar es bonito. Anima el alma. Endulza el corazón. Devuelve la fuerza necesaria para seguir luchando cada día por aquéllo que nos hace soñar... un viaje, una pareja, un hijo, un premio, un logro personal o sencillamente aquellos zapatos que vimos hace una semana en el escaparate de la esquina y nos parecieron tan caros como inaccesibles... Soñar no es sólo cosa de niños. 

Una última confesión antes de acabar: yo prefiero soñar con los ojos abiertos. Solo así puedo escoger lo que sueño. Y creedme... algunos de vosotros estáis en mis sueños.

Buenas noches, y.... ¡Dulces Sueños!


Muéstrame un obrero con grandes sueños y en él encontrarás un hombre que puede cambiar la historia. Muéstrame un hombre sin sueños, y en él hallarás a un simple obrero.

jueves, 8 de mayo de 2014

Historia de un tonto

Ricardo era guapo. Ricardo era excesivamente guapo. Diríase que era hasta bello. Los eruditos en la materia, caso de existir, hablarían de perfección. Sus rasgos, un conjunto poco coincidente de características peculiares elegidas por la Naturaleza con exquisita delicadeza, realzaban una personalidad… de lo más tonta. Porque Ricardo era tonto. Ricardo era muy tonto. Diríase que no había hombre más tonto en, al menos, miles de kilómetros a la redonda. 

Lo más absurdo era que Ricardo no conocía su tontuna.

Ya después de mucho tiempo y solo habiendo Ricardo observado la escasez de miradas cruzadas con la suya durante su habitual paseo vespertino, cayó un buen día Ricardo en la cuenta obvia: su belleza se había esfumado.

Él que siempre había confiado sus actos a su presencia. Él que nunca tuvo problemas para dejar huella tras de sí… Ahora era uno más en la concurrida y céntrica calle de una capital más. Formaba parte de lo que llamaban “gente común”.

Pero Ricardo no se conformaba. Casi ahogado, sudoroso y con el traje algo arrugado, subió sin descanso los cuarenta y siete peldaños que separaban el portal de la calle de sus ciento quince metros cuadrados de apartamento. Dejando las llaves puestas y la puerta abierta hasta atrás, sin hacer caso alguno del golpe que ésta acababa de dar en la pared estampada del hall, llevó a cabo su único pensamiento, su obsesión: mirarse al espejo. Ciertamente, el espejo no mintió, aunque sí defraudó. Ricardo continuaba siendo guapo, aunque menos que ayer.


Ya solo me queda la tontuna, -pensó Ricardo consciente por primera vez del poco valor de su presencia-, y, arreglándose unas disimuladas arrugas de la solapa, regresó deshaciendo sus pasos a la misma calle por la que se perdió.